lunes, 16 de mayo de 2011

La enrosada



A los muertos se les respeta, aun más que a los vivos, finalmente ellos ya no tienen mucho para defenderse. Los mexicanos tenemos una relación complicada con la muerte, la veneramos, la lloramos, la respetamos y le hacemos fiesta. Juventino Rosas, es uno de los cuarenta y seis municipios de Guanajuato. Santa Cruz de Juventino Rosas es la cabecera municipal de ciento cincuenta y ocho localidades, en su mayoría agrícolas y ganaderas. La gente “baja” cada domingo a misa, a comprar cosas en el mercado: frutas, verduras, macetas de cerámica, cuerdas para la charrería, fuetes y cuartas para amansar a los caballos, los hombres compran vestidos bordados para sus mujeres y ellas con un beso añadido les piden servilletas para bordar, hilos de colores y si es posible unos nuevos zapatos para ir a misa. Al pequeño pueblo lo rodean San Miguel de Allende, Villagrán, Comonfort y Celaya. Y aunque no tenga las grandes construcciones barrocas y las calles empedradas, esconde celosamente arroyos y presas que se convierten en refugio de niños en verano y amores escondidos por las noches, pero sobretodo es un pueblo orgulloso de su música, el famoso vals “Sobre las olas” fue creado por uno de los hijos pródigos del pueblo.
En Juventino Rosas el día de muertos se celebra el 2 de noviembre como en todo México, pero aquí empieza la fiesta empieza con la ceremonia de “la enrosada” una noche antes. Mi madre y yo vamos a participar de esta ceremonia, por eso me pide que me vista de negro y que no me preocupe “los muertos no van a hacernos nada- me dice- nosotras vamos a rezar por ellos”. Antes de irnos al cementerio tenemos que pasar por el mercado, compramos siete velas de cebo en el puesto de Doña Esther y un ramo de rosas con Don Tino, que vende más barato que doña Trini, dice mi madre. Llegamos a la iglesia de la Santa Cruz, una hermosa construcción de cantera rosa, que tiene una fuente y una cruz que a esta hora ya están adornadas con flores. A las siete de la noche, empieza la misa, todo el pueblo está reunido y escuchamos las palabras del sacerdote en silencio, con la cabeza agachada y los recuerdos de nuestros muertos a flor de piel. Nos habla de la resignación a la muerte, del perdón y de la prometida vida eterna.




Ahora inicia la caminata.




La noche ha caído, el ambiente se impregna de olor a incienso y flores y del aroma del dolor, la pena y el luto que nos ha caído a todos, aunque algunos como yo, no tengamos algún muerto que llorar en estas tumbas. Salimos de la iglesia guiados por el padre. Sólo nos ilumina la luna y la temblorosa flama del cirio que el padre lleva en sus manos. Los cantos son tristes, se escucha el murmullo de los rezos, de las lágrimas tragadas y los silencios forzados. Nos detenemos en medio de las tumbas, el padre inicia un salmo responsorial y todos contestamos al unísono. Encendemos nuestras velas y seguimos caminando, despacio, como si los pecados de todos nos pesaran al mismo tiempo, la noche crea un escenario lúgubre, yo tengo miedo, el olor empieza a marearme y está demasiado oscuro, pero mi madre me toma de la mano me guía por entre los pequeños pasillos, me explica que debo elegir siete tumbas, las que yo quiera, las que sienta que necesitan una luz. Levanto la vista para leer las lápidas, nombres y fechas se agolpan en mi cabeza “Luis Gómez, amado padre, Filomena Pérez, amoroso recuerdo de su sus hijos”, yo elijo tumbas lastimadas, abandonadas, aquellas a las que el tiempo les ha roto el concreto, aquellas con las cruces desvencijadas, aquellas que no tienen flores y coloco apachurrando con los dedos las base de una de las siete velas que tiemblan en mis manos. Dejo una de las flores y sigo buscando. A lo lejos sombras negras se detienen en las tumbas, pequeñas luces son depositadas. Cada una de las personas que estamos aquí debemos elegir siete tumbas distintas, dejar una flor, una vela, pedir por su alma. Damos una ofrenda, esperando que algún día algún día ponga sobre nuestra tumba una luz, una rosa.
JD




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