viernes, 22 de octubre de 2021

Gotas en la ventana




A los cinco años la lluvia tiene múltiples significados: pan y chocolate caliente, charcos para brincar,  ranas nuevas en los jardines. Para mí la lluvia significaba adultos temerosos del agua que corren por la calle sin sentido, interrupciones de luz eléctrica, percheros que se convierten en monstruos, botes y cazuelas repartidos por la casa para recibir el agua que se filtraba del techo. 

Sentada en el pretil de la ventana, yo jugaba a las gotas, resbalaba el dedo sobre el cristal tratando de adivinar la ruta que seguiría cada una de ellas hasta el final. 

Dedo infantil que anticipa la caída. 

Niñez adolorida observadora del mundo, 

conciencia prematura de la lucha entre el deseo interno y el destino fatuo.

Las nubes henchidas, cansadas de tanta carga, se desmoronaban en miles de gotas que dejaban caer sobre la tierra, gotas recién nacidas que eran lanzadas al mundo sin explicaciones. Gotas que trémulas golpeaban mi ventana. Era mi índice la guía imaginaria, mano pequeña que acompaña la incertidumbre de hacer contacto. Yo jugaba a las gotas sabiéndome imposibilitada de salvarlas, las veía toparse con la superficie, temblar y resbalarse, buscar la compañía de otra, moverse y por instinto unirse, perder su autonomía para sobrevivir, crecer, reconfortarse, quedarse un instante quietas, para al final precipitarse y convertirse en un pequeño hilo acuoso que se estrellaba sobre el piso. Las imaginaba recorriendo juntas las orillas de las banquetas, descansando en algún orificio, siendo absorbidas por alguna planta, evaporadas por el sol al terminar la tempestad.

Dejándose llevar.

Justine Hernández

 

jueves, 9 de septiembre de 2021

Mutis

 

Es domingo. Son las seis de la mañana y el sol apenas se asoma sigiloso a través de las nubes. La casa permanecerá en silencio al menos tres horas más, tengo suficiente tiempo. El café con canela humea en la hornilla e impregna el ambiente con seductor aroma. En un plato preparo un pan tostado con mantequilla y mermelada de arándanos. Pequeños placeres de fin de semana. Lo hago todo en silencio, sigilosamente; no quiero despertar a los otros habitantes de esta casa, que aun reacomodan sus anhelos en la aparente quietud del mundo de los sueños. Una vez que se abran las puertas de las recamaras, empezará la rutina diaria que una vez a la semana busco postergar. La mañana del domingo es mi momento hedónico y egoísta.

Miro a través de la ventana, la ciudad también duerme, silente la avenida, se siente invadida cuando un auto despistado, la cruza con mucha prisa. Alguna emergencia seguramente, desde hace meses el tránsito vehicular minimizado a ambulancias y patrullas de policía nos ha dejado la sensación de que nadie habita esta ciudad, a no ser que se acerque uno a la zona de hospitales, ahí si el movimiento constante y desenfrenado, desafortunadamente no cesa. Desde esta ventana puedo ver decenas de edificios multicolores, me imagino que allí, seguramente otros como yo, de pie frente a sus ventanas, se hacen las mismas preguntas, quizá también, esta mañana de domingo, en la tranquilidad de sus casas, encuentran distintas formas de escaparse del hastío de la cotidianidad, del sordo murmullo del silencio acumulado. Atrás, los cerros reverdecidos por la lluvia, nos confirman que el mundo subsiste, que hay esperanza.

Recorro la sala de estar en calcetines, apoyo lentamente los dedos, me arraigo a este piso que desde hace más de mil días es mi único refugio, cien metros cuadrados que nos contienen, que nos dan arraigo ante tanta incertidumbre. Abro los brazos, estiro mi cuerpo aletargado, siento vibrar mis piernas, el crujir de mi espalda, la maravilla del movimiento, el despertar consciente de cada uno de mis músculos, respiro profundamente. Las plantas siguen creciendo, se empecinan en seguir la vida, florecen sin detenerse, como por encargo, yo las miro detenidamente, las acaricio con la punta de los dedos y con un gesto tácito les agradezco cada uno de sus brotes. La vida sigue, por sobre todo.

Armada con mi libro, me acomodo en el sillón, me pongo una manta sobre las piernas y la calidez de la franela me recuerda que estoy bien, que estoy viva, todo un privilegio en tiempos de pandemia. Hazaña taciturna que se acepta con asombro y culpa. Aquí entre los cojines mullidos, en la casa aun enmudecida, tomo un sorbo a mi café, le doy una mordida al pan y con la lengua recupero la mermelada que ha resbalado por mis labios. Me hundo en la lectura, tengo dos horas más para asomarme al exterior desde el borde de estas páginas, con la fluidez de las palabras me adentro en la historia, visito otros lugares, conozco a otras personas, me maravillo de la vida, de la vida de afuera, esa que hoy me es extraña y desconocida, esa que hoy, solo puede regalarme una buena novela.

Justine Hernández


domingo, 24 de enero de 2021

Holón

 


Y así en un instante fui una, mitad de allá, mitad de acá, pero una.

Duplicada en dos, en cuatro, en tres mil.

Una masa amorfa con medula espinal convertida en renacuajo que se mueve y flota.

Descubro dedos que ahora puedo succionar.

Mamá lo sabe.

Me agarro de esta tripa y escucho, un tambor me guía.

Hago muecas porque a veces me despiertan y entonces pateo fuerte, abro los ojos y me hago pipi.

De repente todo se mueve, todo me aprieta, todo me empuja y con cincuenta centímetros y tres mil trescientos gramos me avientan al mundo, a la luz, a la sequedad y al ruido.

Sin experiencia

Con frio

Por primera vez sola.

Ellos vienen y van, me mueven, me mojan, me cubren, me alimentan

Yo descubro mis manos, mis ganas de ir a otro lado, la sed y el hambre.

Mamá y papá me dan respuestas, palabras, gestos e ideas. Me dan forma.

Aprendo a levantar la cabeza, a ponerme en pie, a controlarme, a comportarme.

Que eso no se toca, que eso no se hace, que no se dice, que no se piensa, que no se siente.

Y así, soy yo, la suma y la resta, de las voces, de las miradas, de las caricias que caen o no, sobre mi cuerpo.

Un cuerpo que late, se mueve, se muere, en constante ciclo metamórfico. Una a una las células renacen y se reconstruyen… pero hay una memoria intacta, perenne.

Soy una repetición constante.

Los brazos alcanzan lo que desean, sueltan lo insostenible, acunan al hijo que no ha nacido.

Las piernas me sostienen, bailan al ritmo de las caderas, me llevan a la orilla del mar, me detienen si es necesario.

Y en todo yo, orgánica, sistémica, autónoma y funcional, membrana a membrana, holón completo, indivisible.

Y en todo historia, léanse en mi espalda las cartas eróticas anónimas, en mis manos los caminos ancestrales, en mi vientre los mensajes del fuego, en mis arrugas las risas y las lágrimas.

Y así, soy una, mitad de aquí, mitad de allá, pero una.

Hasta hoy.

Justine Hernández


jueves, 26 de noviembre de 2020

Vivir frente a la pared


 

Una mañana en marzo en la oficina nos dijeron que tomáramos nuestras cosas y que nos fuéramos a nuestras casas, ya después enviarían las instrucciones precisas, recomendaciones adecuadas y mensajes motivadores que nos ayudarían a sobrellevar esta pandemia.

Huimos en tropel; a nuestros hogares, con los nuestros, a resguardarnos sin saber muy bien de qué.

En casa hicimos las adecuaciones pertinentes, la mesa que aguardaba doblada debajo de la cama se convirtió en escritorio, jalamos extensiones, buscamos espacios no destinados para ello a convertirse en oficina, sala de juntas, área de trabajo, nos organizamos y a mí me tocó la ventana y una pared. Desde aquí veo sesenta ventanas vacías que me observan cotidianamente, los autos pasan por la avenida de vez en vez haciendo un ruido ahora casi desconocido y lo lejos dos pequeños montes me anuncian el ciclo del sol recordándome que allá, lejos de estas paredes, algo florece, que al menos algún ritmo no se ha visto interrumpido, que la vida sigue.

Vivo frente a una pared blanca, que, como una hoja de papel, me invita a llenarla de palabras y me refleja todas las ideas que no tienen forma en mi cabeza, a un lado, la cocina siempre tiene un café o un bocadillo para sobrellevar el día y mi perro, atrás de mí, fiel guardián, espera acostado y aburrido la hora de su caminata vespertina.

Vivo frente a una pared blanca que me ha permitido hacer planes, escribir cartas secretas, aprender cosas nuevas. Poemas atrapados y cuentos atorados en los dedos, han encontrado su destino. Esta esquina de dos metros cuadrados, mitad ventana, mitad pared, es mi refugio, mi habitación propia. Con el pelo revuelto, con ropa cómoda, armada con café caliente y un paquete de cigarros, esta esquina es librería, sala de conciertos, pista de baile, café frente a un parque, tertulia literaria, silencio fértil.

Un lugar envidiable para habitar.

Perdóname Virginia, no me alcanza para una habitación completa, pero en tiempos de pandemia, una pared blanca puede ser todo un paraíso.

Justine Hernández

jueves, 9 de abril de 2020

El salero



Ayer se rompió el salero… 
Desde mis dedos dio tres volteretas y se hizo añicos en el suelo, granos blanquecinos y diminutos pedazos de cristal causaron conmoción en la cocina…
Es una tragedia.
Sazonar la comida es bastante complicado sin este pequeño artefacto.
La sopa desabrida y el guisado salado….
He buscado por toda la alacena algún repuesto, algún especiero viejo, un botecito pequeño, algún contenedor con orificios que haga las veces de salero auxiliar.
Nada.
 Me pregunto por qué si tengo ocho platos hondos no tengo un salero de repuesto. 
Aquí vivimos dos y nunca comemos sopa, pero siempre comemos sal, demasiada, si escucho la voz de la nutrióloga.
Hace años robaba saleros cada vez que podía. Lo hacía por diversión y manía, por hacer algo diferente… Era un acto de transgresión diminuta que me daba placer.  Atreverme, saberme dueña de algo que no me era propio y la satisfacción de ver el trofeo nuevo en la mesa de la cocina no tenía precio, la ansiedad y el riesgo estaban justificados. 
Llegué a tener decenas de saleros de fondas, loncherías, restaurantes, cenadurías diferentes. Incluso uno con un borde dorado y moñito de color rojo proveniente de una boda elegante a la que asistí.
Al final… todos los saleros fueron regalados… 
La colección alcanzó para proveer a familia y vecinos de estos importantes invitados a la mesa…
Debí quedarme con uno de repuesto…

Como recuerdo…
Como fetiche…
Como acto de prevención…

JH


miércoles, 1 de abril de 2020

Julio. El sostener



Me desayuno con tus mensajes en la pantalla de mi teléfono, 
con la foto de tu café sobre el escritorio, con tu horóscopo chino a modo de guía.  
Construyo tu rutina con los retazos de realidad que derramas a lo largo del día, 
un camino de migajas electrónicas y virtuales que me ayudan a darle forma a tu camino.
Un camino que no te guía a mí, 
pero que me dirige a la casa de caramelo que son tus brazos, tu espalda, tu voz….  
Soy una Gretel glotona y te sigo. 
(Te persigo)
Cae la hora violeta...
Yo te espero y pienso nuevamente en ti. 
En eso que no me dices y que yo me invento. 
Porque al final, Lucía, sólo existes porque yo te creo, 
porque eres la idea y el escape, ilusión hecha a mi medida y a mi antojo…
Que placer es entonces saberte en el mundo, en tu mundo.
Nos sostengo Lucía, 
Caminando decididamente en paralelo, para encontrarte cada vez más tu, 
cada vez mas mía, 
lejana y perfecta. 
En la solitud de mi deseo, en la volatilidad de mi mente, en la eternidad de cada instante.
Sostenible.

JH

domingo, 22 de diciembre de 2019

Junio. El deseo


Lucia, tú me dices “ven” y yo te creo.
Y en esas tres letras a mi me cabe: un café en tu cama, una llamada nocturna, un atardecer, una luna, un secreto, una canción repetida, un libro en común….

Obedezco entonces guiada por tu voz y mi deseo. Me arreglo el pelo, me guardo las dudas, acelero mis horarios. Soy la elegida, a la que necesitas, a la que llamas desde tu soledad.

Pero no estas. 
Y yo sigo buscándote casi por costumbre o por instinto.

Lucia, tú me dices “ven” y yo voy, a ciegas, sin rumbo, sin sendero.

Y aún así, sigo caminando, porque hoy se, Lucia, que los deseos transmutan en todas dimensiones; como tu cuando no me piensas, como yo cuando no te toco, como nuestras voces a través de la bocina. Tu-mi deseo transmuta como un acto adaptativo, como instinto de supervivencia.

Si, esta necesidad de encontrarte, este deseo que se encaja atrás de las corvas, en la orilla de mis dedos, el que me hace seguirte: no es mío, no me pertenece.

Pero tampoco a ti

JD