jueves, 9 de septiembre de 2021

Mutis

 

Es domingo. Son las seis de la mañana y el sol apenas se asoma sigiloso a través de las nubes. La casa permanecerá en silencio al menos tres horas más, tengo suficiente tiempo. El café con canela humea en la hornilla e impregna el ambiente con seductor aroma. En un plato preparo un pan tostado con mantequilla y mermelada de arándanos. Pequeños placeres de fin de semana. Lo hago todo en silencio, sigilosamente; no quiero despertar a los otros habitantes de esta casa, que aun reacomodan sus anhelos en la aparente quietud del mundo de los sueños. Una vez que se abran las puertas de las recamaras, empezará la rutina diaria que una vez a la semana busco postergar. La mañana del domingo es mi momento hedónico y egoísta.

Miro a través de la ventana, la ciudad también duerme, silente la avenida, se siente invadida cuando un auto despistado, la cruza con mucha prisa. Alguna emergencia seguramente, desde hace meses el tránsito vehicular minimizado a ambulancias y patrullas de policía nos ha dejado la sensación de que nadie habita esta ciudad, a no ser que se acerque uno a la zona de hospitales, ahí si el movimiento constante y desenfrenado, desafortunadamente no cesa. Desde esta ventana puedo ver decenas de edificios multicolores, me imagino que allí, seguramente otros como yo, de pie frente a sus ventanas, se hacen las mismas preguntas, quizá también, esta mañana de domingo, en la tranquilidad de sus casas, encuentran distintas formas de escaparse del hastío de la cotidianidad, del sordo murmullo del silencio acumulado. Atrás, los cerros reverdecidos por la lluvia, nos confirman que el mundo subsiste, que hay esperanza.

Recorro la sala de estar en calcetines, apoyo lentamente los dedos, me arraigo a este piso que desde hace más de mil días es mi único refugio, cien metros cuadrados que nos contienen, que nos dan arraigo ante tanta incertidumbre. Abro los brazos, estiro mi cuerpo aletargado, siento vibrar mis piernas, el crujir de mi espalda, la maravilla del movimiento, el despertar consciente de cada uno de mis músculos, respiro profundamente. Las plantas siguen creciendo, se empecinan en seguir la vida, florecen sin detenerse, como por encargo, yo las miro detenidamente, las acaricio con la punta de los dedos y con un gesto tácito les agradezco cada uno de sus brotes. La vida sigue, por sobre todo.

Armada con mi libro, me acomodo en el sillón, me pongo una manta sobre las piernas y la calidez de la franela me recuerda que estoy bien, que estoy viva, todo un privilegio en tiempos de pandemia. Hazaña taciturna que se acepta con asombro y culpa. Aquí entre los cojines mullidos, en la casa aun enmudecida, tomo un sorbo a mi café, le doy una mordida al pan y con la lengua recupero la mermelada que ha resbalado por mis labios. Me hundo en la lectura, tengo dos horas más para asomarme al exterior desde el borde de estas páginas, con la fluidez de las palabras me adentro en la historia, visito otros lugares, conozco a otras personas, me maravillo de la vida, de la vida de afuera, esa que hoy me es extraña y desconocida, esa que hoy, solo puede regalarme una buena novela.

Justine Hernández