Una mañana en marzo en la oficina nos dijeron
que tomáramos nuestras cosas y que nos fuéramos a nuestras casas, ya después enviarían
las instrucciones precisas, recomendaciones adecuadas y mensajes motivadores
que nos ayudarían a sobrellevar esta pandemia.
Huimos en tropel; a nuestros hogares, con los
nuestros, a resguardarnos sin saber muy bien de qué.
En casa hicimos las adecuaciones pertinentes,
la mesa que aguardaba doblada debajo de la cama se convirtió en escritorio,
jalamos extensiones, buscamos espacios no destinados para ello a convertirse en
oficina, sala de juntas, área de trabajo, nos organizamos y a mí me tocó la
ventana y una pared. Desde aquí veo sesenta ventanas vacías que me observan
cotidianamente, los autos pasan por la avenida de vez en vez haciendo un ruido
ahora casi desconocido y lo lejos dos pequeños montes me anuncian el ciclo del
sol recordándome que allá, lejos de estas paredes, algo florece, que al menos algún
ritmo no se ha visto interrumpido, que la vida sigue.
Vivo frente a una pared blanca, que, como una
hoja de papel, me invita a llenarla de palabras y me refleja todas las ideas
que no tienen forma en mi cabeza, a un lado, la cocina siempre tiene un café o
un bocadillo para sobrellevar el día y mi perro, atrás de mí, fiel guardián,
espera acostado y aburrido la hora de su caminata vespertina.
Vivo frente a una pared blanca que me ha
permitido hacer planes, escribir cartas secretas, aprender cosas nuevas. Poemas
atrapados y cuentos atorados en los dedos, han encontrado su destino. Esta
esquina de dos metros cuadrados, mitad ventana, mitad pared, es mi refugio, mi
habitación propia. Con el pelo revuelto, con ropa cómoda, armada con café caliente
y un paquete de cigarros, esta esquina es librería, sala de conciertos, pista
de baile, café frente a un parque, tertulia literaria, silencio fértil.
Un lugar envidiable para habitar.
Perdóname Virginia,
no me alcanza para una habitación completa, pero en tiempos de pandemia, una
pared blanca puede ser todo un paraíso.
Justine Hernández
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