A los cinco años la lluvia tiene múltiples significados: pan y chocolate caliente, charcos para brincar, ranas nuevas en los jardines. Para mí la lluvia significaba adultos temerosos del agua que corren por la calle sin sentido, interrupciones de luz eléctrica, percheros que se convierten en monstruos, botes y cazuelas repartidos por la casa para recibir el agua que se filtraba del techo.
Sentada en el pretil de la ventana, yo jugaba a las gotas, resbalaba el dedo sobre el cristal tratando de adivinar la ruta que seguiría cada una de ellas hasta el final.
Dedo infantil que anticipa la caída.
Niñez adolorida observadora del mundo,
conciencia prematura de la lucha entre el deseo interno y el destino fatuo.
Las nubes henchidas, cansadas de tanta carga,
se desmoronaban en miles de gotas que dejaban caer sobre la tierra, gotas recién
nacidas que eran lanzadas al mundo sin explicaciones. Gotas que trémulas golpeaban
mi ventana. Era mi índice la guía imaginaria, mano pequeña que acompaña la
incertidumbre de hacer contacto. Yo jugaba a las gotas sabiéndome
imposibilitada de salvarlas, las veía toparse con la superficie, temblar y
resbalarse, buscar la compañía de otra, moverse y por instinto unirse, perder
su autonomía para sobrevivir, crecer, reconfortarse, quedarse un instante
quietas, para al final precipitarse y convertirse en un pequeño hilo acuoso que
se estrellaba sobre el piso. Las imaginaba recorriendo juntas las orillas de
las banquetas, descansando en algún orificio, siendo absorbidas por alguna
planta, evaporadas por el sol al terminar la tempestad.
Dejándose llevar.
Justine Hernández