Es domingo. Son
las seis de la mañana y el sol apenas se asoma sigiloso a través de las nubes. La
casa permanecerá en silencio al menos tres horas más, tengo suficiente tiempo.
El café con canela humea en la hornilla e impregna el ambiente con seductor
aroma. En un plato preparo un pan tostado con mantequilla y mermelada de
arándanos. Pequeños placeres de fin de semana. Lo hago todo en silencio, sigilosamente;
no quiero despertar a los otros habitantes de esta casa, que aun reacomodan sus
anhelos en la aparente quietud del mundo de los sueños. Una vez que se abran
las puertas de las recamaras, empezará la rutina diaria que una vez a la semana
busco postergar. La mañana del domingo es mi momento hedónico y egoísta.
Miro a través de
la ventana, la ciudad también duerme, silente la avenida, se siente invadida
cuando un auto despistado, la cruza con mucha prisa. Alguna emergencia
seguramente, desde hace meses el tránsito vehicular minimizado a ambulancias y
patrullas de policía nos ha dejado la sensación de que nadie habita esta ciudad,
a no ser que se acerque uno a la zona de hospitales, ahí si el movimiento
constante y desenfrenado, desafortunadamente no cesa. Desde esta ventana puedo
ver decenas de edificios multicolores, me imagino que allí, seguramente otros
como yo, de pie frente a sus ventanas, se hacen las mismas preguntas, quizá
también, esta mañana de domingo, en la tranquilidad de sus casas, encuentran
distintas formas de escaparse del hastío de la cotidianidad, del sordo murmullo
del silencio acumulado. Atrás, los cerros reverdecidos por la lluvia, nos
confirman que el mundo subsiste, que hay esperanza.
Recorro la sala
de estar en calcetines, apoyo lentamente los dedos, me arraigo a este piso que
desde hace más de mil días es mi único refugio, cien metros cuadrados que nos
contienen, que nos dan arraigo ante tanta incertidumbre. Abro los brazos,
estiro mi cuerpo aletargado, siento vibrar mis piernas, el crujir de mi
espalda, la maravilla del movimiento, el despertar consciente de cada uno de
mis músculos, respiro profundamente. Las plantas siguen creciendo, se empecinan
en seguir la vida, florecen sin detenerse, como por encargo, yo las miro
detenidamente, las acaricio con la punta de los dedos y con un gesto tácito les
agradezco cada uno de sus brotes. La vida sigue, por sobre todo.
Armada con mi
libro, me acomodo en el sillón, me pongo una manta sobre las piernas y la
calidez de la franela me recuerda que estoy bien, que estoy viva, todo un
privilegio en tiempos de pandemia. Hazaña taciturna que se acepta con asombro y
culpa. Aquí entre los cojines mullidos, en la casa aun enmudecida, tomo un
sorbo a mi café, le doy una mordida al pan y con la lengua recupero la
mermelada que ha resbalado por mis labios. Me hundo en la lectura, tengo dos
horas más para asomarme al exterior desde el borde de estas páginas, con la
fluidez de las palabras me adentro en la historia, visito otros lugares,
conozco a otras personas, me maravillo de la vida, de la vida de afuera, esa
que hoy me es extraña y desconocida, esa que hoy, solo puede regalarme una
buena novela.
Justine Hernández