Es cierto lo que dicen los tanatólogos: nada te acerca más a la muerte
que la vida y viceversa.
Cada sonrisa, cada danza, cada orgasmo, cada “sentirme
viva” me regresa una pregunta
¿Dónde me van a enterrar?
Aunque existen diferentes ritos funerarios en la historia y en el mundo,
el entierro o la sepultura es el más común por este lado del planeta.
Regresar
a la tierra, regresar el cuerpo que te ha sido dado, dejar la evidencia
tangible de que ya no estás y honrar la vida, son algunas de las razones por
las que “damos sepultura”, que como dice la frase es, sobre todo, un acto de
dar: el regalo final para el que se ha ido.
Cuando pienso en eso, entonces, me pregunto qué pasará con mi cadáver y
lo digo en el sentido más práctico y transaccional posible,
¿quién será que se
encargue de esos menesteres para conmigo?
Alguien lo hará… aunque sea el
departamento de salubridad o la funeraria que haya contratado,
eso no me
preocupa mucho, en realidad lo que me inquieta es elegir el lugar.
Ser errante, como yo, tiene un tinte de libertad, de ser flotante, de no
tener raíces,
de no tener al menos en mi caso un lugar al cual regresar.
Somos
seres que nos establecemos un rato y después migramos y no es, que no queramos
quedarnos, a veces no podemos, a veces no sabemos y a veces no nos queda otra
opción.
Entonces ¿a qué tierra, he de regresar?
¿Sera que se pierde el derecho al espacio a cambio de la posibilidad de
no ser de ningún lado?
¿Dónde me van a plantar?
JD