Entonces la tierra tiembla. El cuerpo reconoce
su vulnerabilidad, su finitud… mi miedo.
Asimilar la impermanencia, es un proceso
doloroso y liberador.
¿De dónde agarrarse si incluso la tierra, el
piso que pienso que me sostiene se mueve
y yo en su directa consecuencia?
No es sólo la fractura de las paredes de mi
casa, el florero que se hizo añicos o el perro que después del temblor no deja
de tener pesadillas. Es esto de adentro que se ha movido. Lo que por no estar
fijo se ha derrumbado: recuerdos, ideas, manías. Es despedirse de los restos
del derrumbe, es ver las paredes construidas en pedazos, sentirse desprotegida,
expuesta. Y habrá que buscar en los escombros aquello que aún pueda salvarse, quiera
salvarse.
Entonces el miedo. El insomnio, la ansiedad, la
inseguridad en cada pisada,
el temor en cada sonido de ambulancia, la totalidad
en cada despedida.
Pero el ciclo sigue, bello y perfecto y hay que
recuperarse, reconocerse, agradecerse.
Sacar fuerza de mi vientre para levantarme de
entre los escombros, sacudirme el polvo, afianzar las piernas, apoyar diez
dedos otra vez a la tierra sin enojo, sin incertidumbres.
Confiar
Acompañarme y pedir ayuda, asirse de alguna
manera a una palabra de soporte, a una mirada,
a un abrazo, a una mano igual de
temblorosa que la mía, otra que tiene miedo.
Decidirse por la vida, por el movimiento continuo
sin resistencia, por la fluidez del momento.
No detenerse, porque el temblor es energía, es
reacomodo, es manifestación de vida.
He sobrevivido y empiezo por mi, por mi cuerpo.
Porque estoy, porque puedo, porque SI…
JD