Este tipo de cosas me pasan a mi: los relámpagos, los temblores, los arrebatos. Viajé toda la noche, tenía frio, agarré lo único que tenía: ganas y esperanzas. En la maleta las oraciones de mi madre, tus palabras de aliento, las cinco lágrimas derramadas sin sentido, las muchas preguntas en mi cabeza, un atado de miedos, incertidumbres, sueños por cumplirse, deseos incontrolables de correr, un paso firme a “no sé donde”, las respuestas ensayadas, el disfraz necesario.
Me pierdo entre el mar de gente, respiro vida y me contagio. Mis zapatos rojos hacen un ruido distinto sobre la calle Juárez, mis ojos acarician los libros, mis dedos rozan las paredes viejas y sienten frio, me desayuno el pasado, mis treinta años envueltos en esta taza de café. Subo un edificio, me descubro tras el espejo del elevador en el piso número catorce y pienso en mi perro. Llego a la galería, me enamoro del cuadro ese de las uvas rojas y lo imagino sobre la pared de la sala de mi casa, pregunto al taxista sobre el partido de la selección mexicana, hago cuentas en mi cabeza y tarareo la canción que canta la radio.
Me cambio de ropa, me suelto el pelo, veo a los soldados bajarse formaditos de un camión y acercarse a la bandera enorme que ondea en el centro del zócalo, una mujer pregona que el mundo está por acabarse. Yo bebo agua mineral con limón y sal, mastico los hielos, fumo un cigarro y reconozco en mis palabras a esa otra que no soy yo.
Sentada sobre el piso de la central de autobuses, tomó café, leo un cuento y sigo teniendo frio. Pienso que es tarde, que es hora de volver a casa y me pregunto donde esta eso, pero es tarde y hace frio y la carretera es oscura y tengo sueño y llevo las oraciones de mi madre como amuleto y eso es bastante.
JD