Son las seis de la tarde. Manejo con un rumbo definido, apoyo mi codo sobre la ventanilla y miro a la derecha un atardecer que empieza a sonrojarse. Dios jugó con las nubes esta tarde y formó muchas líneas acolchonadas en el cielo.
Sonrío.
A mí también me encanta Dios; repito el poema en mi cabeza y me percato de mi silencio. No he hablado con nadie desde hace horas y en el trabajo no he pasado de lo socialmente esperado: Buenas tardes, que grande esta tu niña, no gracias, con permiso, hasta mañana.
Samir no ladra mucho tampoco, ¿será que permanecemos mucho tiempo calladitos?
No es tristeza, es silencio.
Dice Octavio Paz que “para callarse hay que haber hablado” ¿He dicho tanto que ya no tengo mucho que decir? Me surge otra pregunta: ¿He hablado lo necesario, lo querido, lo pensado?
Últimamente únicamente hablo con los dedos. Algo le pasa a mi cerebro que no articula las palabras, sólo las escribe. Al teléfono mi mente divaga y escucho la voz al otro lado que sube, baja, vibra, mi oreja se engolosina de sonidos y mi garganta se cierra, situación que se repite también estando frente al otro, solo que con mayor intensidad, es como si todo mi cuerpo escuchara y despertara cada poro de mi piel, sigo los ojos, las manos, el subir y bajar de las pestañas, estudio las texturas de las telas, el algunas veces perceptible ritmo al respirar, la voz, el lenguaje, su discurso. Me pongo inquieta, muevo las manos y las piernas, tomo café, fumo un cigarro, me levanto de la silla, desvío la mirada.
Que nadie me descubra así: silente. Y haga la fatídica pregunta : ¿qué me cuentas? o peor aún, la frase que me manda definitivamente a la esquina: “platícame algo”. Y entonces, miro al piso, después a la derecha, luego a la izquierda y cuando subo la mirada mis labios se abren y dicen “no se que contarte” Yo no quiero decir eso, son mis dedos celosos que me cierran la boca. O quizá es que no quiero decirme a todos y quiero guardarle las primicias a tus orejas, para cuando vengas, para cuando estés, para cuando escuches y detengas tu mirada en la mía y descubras el caudal de historias lindas que voy a contarte.
Seguiré escribiendo…
JD
Sonrío.
A mí también me encanta Dios; repito el poema en mi cabeza y me percato de mi silencio. No he hablado con nadie desde hace horas y en el trabajo no he pasado de lo socialmente esperado: Buenas tardes, que grande esta tu niña, no gracias, con permiso, hasta mañana.
Samir no ladra mucho tampoco, ¿será que permanecemos mucho tiempo calladitos?
No es tristeza, es silencio.
Dice Octavio Paz que “para callarse hay que haber hablado” ¿He dicho tanto que ya no tengo mucho que decir? Me surge otra pregunta: ¿He hablado lo necesario, lo querido, lo pensado?
Últimamente únicamente hablo con los dedos. Algo le pasa a mi cerebro que no articula las palabras, sólo las escribe. Al teléfono mi mente divaga y escucho la voz al otro lado que sube, baja, vibra, mi oreja se engolosina de sonidos y mi garganta se cierra, situación que se repite también estando frente al otro, solo que con mayor intensidad, es como si todo mi cuerpo escuchara y despertara cada poro de mi piel, sigo los ojos, las manos, el subir y bajar de las pestañas, estudio las texturas de las telas, el algunas veces perceptible ritmo al respirar, la voz, el lenguaje, su discurso. Me pongo inquieta, muevo las manos y las piernas, tomo café, fumo un cigarro, me levanto de la silla, desvío la mirada.
Que nadie me descubra así: silente. Y haga la fatídica pregunta : ¿qué me cuentas? o peor aún, la frase que me manda definitivamente a la esquina: “platícame algo”. Y entonces, miro al piso, después a la derecha, luego a la izquierda y cuando subo la mirada mis labios se abren y dicen “no se que contarte” Yo no quiero decir eso, son mis dedos celosos que me cierran la boca. O quizá es que no quiero decirme a todos y quiero guardarle las primicias a tus orejas, para cuando vengas, para cuando estés, para cuando escuches y detengas tu mirada en la mía y descubras el caudal de historias lindas que voy a contarte.
Seguiré escribiendo…
JD